Y EL “BUEN” MANDO LE DICE AL SUBORDINADO: ¡PÓNGASE FIRMES, QUE VOY A CORREGIRLO!
DEME SU PAPELETA DE SERVICIO (ANOTACIÓN: “PROVIDENCIO”)
Hace poco leí en un foro social
algunas consideraciones sobre el ejercicio del mando en la Guardia Civil. La
mayoría comentarios juiciosos, algunos vertían críticas a determinados mandos
sobre su modo de actuar, otros añadían que habían conocido durante el
transcurso de su vida profesional a algunos que eran buenísimas personas; en
fin, comentarios de todo tipo; sin duda todos unidos bajo el nexo de un
profundo amor al Cuerpo, sobre todo del colectivo de retirados.
¡Póngase firmes, que voy a corregirlo!
En mi carrera profesional, me han “corregido” (dicho de otro modo, me
impusieron la disciplina militar) hasta en tres ocasiones. En la papeleta de
servicio, el mando de turno consignaba las famosas palabras: “Providencio” (en argot popular
“Prudencio”; algo de broma también hay que sacarle al asunto, ¿no?). Cuántas
veces hemos oído los que hemos pertenecido al Cuerpo esas palabras de boca de
algún Mando. Cuando un “superior” se dirige a su “inferior”
(de verdad, muchos así calificaban a los subordinados de su Unidad). Y es que
no sé vosotros, pero en demasiadas ocasiones la delgada línea que separa la imposición
de la disciplina del abuso de autoridad, a mi juicio, no estaba demasiado
clara. Quizá eran imaginaciones mías, pero un estudio psicológico de muchos de
esos “mandos” darían resultados vergonzantes: fobias, frustraciones, complejos,
desviaciones sexuales…
Un poco de ficción: en
la novela, cierto general está a punto de “merendarse” a un capitán –situación
poco corriente, desde luego, ya que los sufridores habituales siempre han sido
los guardias-. Les dejo una muestra en el pasaje de la novela.
LIBRO SÉPTIMO, CAPÍTULO IV
(…)
Momentos antes de las seis de la tarde, en la puerta de entrada
de la Comandancia, el Coronel aguardaba junto al capitán Cabrera la llegada del
general con inquietud, ambos ataviados con el uniforme reglamentario.
Santalices conocía bien a Alberto Ulla. Y sabía que no acudía con buenas
intenciones. Mientras esperaba, hacía memoria del individuo al que dentro de
poco tendría que enfrentarse. ¡Menudo personaje! Los veinticuatro cadetes que
componían la promoción XXXIVI de la AGM no tardaron mucho en saber quién era
Ulla. En un grupo tan reducido de hombres condenados a convivir juntos las
veinticuatro horas del día durante cinco años, al final todos acaban conociendo
los detalles de la vida de los demás.
Ulla procedía de
familia adinerada originaria de Toledo. Su padre, don Jaime, prestigioso
notario y alcalde de la ciudad durante más de quince años, deseaba que alguno
de sus dos hijos varones hiciera carrera militar. Como su hijo mayor se hizo
Notario, el patriarca removió sus contactos para que el pequeño Albertito −un
chico que, pese a su inteligencia, no gustaban demasiado los estudios−
ingresara en la Academia General tras finalizar el bachillerato a trancas y
barrancas. Así, Alberto ingresó en la élite de la milicia sin tener
preparación, ni vocación. Solicitó el grupo de la Guardia Civil porque su padre
amaba la Benemérita.
Como era de
esperar, a Ulla la estancia en la Academia se le hizo insufrible, rondándole la
idea de abandonar en numerosas ocasiones. Sin embargo, era superior el miedo a
la paliza que le proporcionaría su padre si se le ocurría aparecer por casa,
que permanecer en un lugar donde la disciplina, el esfuerzo, el estudio y el
trabajo estaban acabando con él. Pero cierto día hizo el “descubrimiento”,
providencial, que cambió su vida. La forma de encajar en aquel mundo castrense
que tanto detestaba. Una deformación del concepto de la disciplina premiaba la
delación en la milicia. Y él disfrutaba con esa práctica. Desde bien pequeño se
chivaba a sus padres de las travesuras de sus hermanos, luego en el colegio
ponía en evidencia a sus compañeros ante el profesor de turno. Y en el
Ejército, ¿quién se lo iba a imaginar? resultó que se daba cancha a los
chivatos, muy apreciados por la Superioridad. Además, le confería estatus de
inmunidad. Ser un buen delator que hiciera llegar noticias frescas, raudas y
puntuales al Mando, fue su manera de sentirse vivo, de ser alguien con poder
real.
Ningún cadete
podía dar el más mínimo paso en falso (en la Academia cualquier infracción, aún
la más simple, se castigaba con privación de libertad, sin poder salir festivos
y fines de semana) tanto en su presencia como en su ausencia, si llegaba la
primicia a sus oídos; noticias que llegaban velozmente a conocimiento de los
oficiales, traduciéndose inmediatamente en arresto para el infeliz acusado por
el dedo acusador de Ulla. Se hizo temido y odioso entre sus compañeros. Nadie
le hablaba, nadie se sentaba a su lado, ni participaba con él en las
actividades académicas. Pero todo aquello no le importaba porque disfrutaba de
la protección del Mando. En cierta ocasión, sus cinco compañeros de camareta −entre
los que se encontraba Santalices−, aprovecharon aquel fin de semana para darle
un escarmiento. Cuando los demás salieron aquella tarde al pueblo, los cinco
permanecieron en la Academia y arrojaron la taquilla del chivato desde la
ventana del segundo piso hasta el patio de armas. Les costó lo suyo desaparecer
del lugar para trasladarse corriendo hasta el gimnasio sito en el edificio
colindante, siendo imposible probar su autoría; no obstante, todos en la
Academia sabían que se trataba de ellos. Los Jefes, a pesar de no poder
demostrarlo −en la milicia hay que probar la inocencia−, los arrestaron con un
mes sin salidas porque algo así no podía quedar impune en un lugar de tanto
prestigio.
Y es que no
existía bien más preciado en un internado que el escaso tiempo libre para salir
a pasear por Aranjuez, o los fines de semana a casa. Si el arresto era merecido
porque te pillaban, el castigo se aceptaba, pero si procedía del chivato,
viéndote recluido en las paredes del cuartel cual preso, se hacía difícil no
tomarle manía.
Cuando acabaron la
formación académica, Santalices y los demás sospechaban que Ulla utilizaría su
habilidad especial para ganar favores. No se equivocaron: el teniente Ulla,
hombre que abominaba la acción y detestaba estar al frente de una Unidad, se
las apañó para colocarse en su ubicación natural: Asuntos Internos. Como pez en
el agua, investigar la vida privada de los guardias civiles, escudriñando hasta
el más mínimo indicio de irregularidad, le provocaba esa íntima satisfacción de
poder y placer, recordándole sus días académicos como chivato oficial. Entraba
casi en trance cuando descubría cualquier infracción al Régimen Disciplinario
en alguna de sus “víctimas”. Como, por ejemplo, aquel guardia que descubrió
cobrando recibos de una aseguradora para complementar su escaso sueldo; o aquel
sargento casado sorprendido con una prostituta en un club de alterne, o aquel
teniente jefe de línea que se ausentó de su lugar de destino para ver a su
novia y tuvo un accidente de tráfico fuera de su demarcación… Nimiedades que en
la vida civil no implicaban consecuencia alguna al común de los mortales, pero
que en un Cuerpo de carácter militar eran castigadas con penas incluso de
privación de libertad. Las infracciones realmente graves, como la implicación
de agentes en redes de droga o ilícitos penales no le producían satisfacción,
aunque conllevaran aparejada la expulsión del Cuerpo. Disfrutaba con ese
catálogo de transgresiones “leves” o “menos graves”, porque le recordaban los
arrestos cuarteleros que amargaban la vida de sus compañeros.
Cuando ascendió a
comandante y se hizo amigo de Algaba, supo que llegaría alto. Gracias a su
amistad con el socialista, se aseguró plaza en Asuntos Internos al ascender a
teniente coronel, y posteriormente, momentos antes de gobernar el PP, su ascenso
a Coronel como jefe de la Unidad. Lugar donde permanecería hasta que Algaba lo
llamó de nuevo. Como todo hacía suponer, no hubo más que esperar a que
gobernasen de nuevo estos últimos para que su amigo lo impulsara al generalato,
y colocarlo en la Jefatura de Información.
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