martes, 1 de septiembre de 2015

Y EL “BUEN” MANDO LE DICE AL SUBORDINADO: ¡PÓNGASE FIRMES, QUE VOY A CORREGIRLO! DEME SU PAPELETA DE SERVICIO (ANOTACIÓN: “PROVIDENCIO”)


       Hace poco leí en un foro social algunas consideraciones sobre el ejercicio del mando en la Guardia Civil. La mayoría comentarios juiciosos, algunos vertían críticas a determinados mandos sobre su modo de actuar, otros añadían que habían conocido durante el transcurso de su vida profesional a algunos que eran buenísimas personas; en fin, comentarios de todo tipo; sin duda todos unidos bajo el nexo de un profundo amor al Cuerpo, sobre todo del colectivo de retirados.
         ¡Póngase firmes, que voy a corregirlo! En mi carrera profesional, me han “corregido” (dicho de otro modo, me impusieron la disciplina militar) hasta en tres ocasiones. En la papeleta de servicio, el mando de turno consignaba las famosas palabras: “Providencio” (en argot popular “Prudencio”; algo de broma también hay que sacarle al asunto, ¿no?). Cuántas veces hemos oído los que hemos pertenecido al Cuerpo esas palabras de boca de algún Mando. Cuando un “superior” se dirige a su “inferior” (de verdad, muchos así calificaban a los subordinados de su Unidad). Y es que no sé vosotros, pero en demasiadas ocasiones la delgada línea que separa la imposición de la disciplina del abuso de autoridad, a mi juicio, no estaba demasiado clara. Quizá eran imaginaciones mías, pero un estudio psicológico de muchos de esos “mandos” darían resultados vergonzantes: fobias, frustraciones, complejos, desviaciones sexuales…

Un poco de ficción: en la novela, cierto general está a punto de “merendarse” a un capitán –situación poco corriente, desde luego, ya que los sufridores habituales siempre han sido los guardias-. Les dejo una muestra en el pasaje de la novela.

LIBRO SÉPTIMO, CAPÍTULO IV

(…)

Momentos antes de las seis de la tarde, en la puerta de entrada de la Comandancia, el Coronel aguardaba junto al capitán Cabrera la llegada del general con inquietud, ambos ataviados con el uniforme reglamentario. Santalices conocía bien a Alberto Ulla. Y sabía que no acudía con buenas intenciones. Mientras esperaba, hacía memoria del individuo al que dentro de poco tendría que enfrentarse. ¡Menudo personaje! Los veinticuatro cadetes que componían la promoción XXXIVI de la AGM no tardaron mucho en saber quién era Ulla. En un grupo tan reducido de hombres condenados a convivir juntos las veinticuatro horas del día durante cinco años, al final todos acaban conociendo los detalles de la vida de los demás.
         Ulla procedía de familia adinerada originaria de Toledo. Su padre, don Jaime, prestigioso notario y alcalde de la ciudad durante más de quince años, deseaba que alguno de sus dos hijos varones hiciera carrera militar. Como su hijo mayor se hizo Notario, el patriarca removió sus contactos para que el pequeño Albertito −un chico que, pese a su inteligencia, no gustaban demasiado los estudios− ingresara en la Academia General tras finalizar el bachillerato a trancas y barrancas. Así, Alberto ingresó en la élite de la milicia sin tener preparación, ni vocación. Solicitó el grupo de la Guardia Civil porque su padre amaba la Benemérita.
         Como era de esperar, a Ulla la estancia en la Academia se le hizo insufrible, rondándole la idea de abandonar en numerosas ocasiones. Sin embargo, era superior el miedo a la paliza que le proporcionaría su padre si se le ocurría aparecer por casa, que permanecer en un lugar donde la disciplina, el esfuerzo, el estudio y el trabajo estaban acabando con él. Pero cierto día hizo el “descubrimiento”, providencial, que cambió su vida. La forma de encajar en aquel mundo castrense que tanto detestaba. Una deformación del concepto de la disciplina premiaba la delación en la milicia. Y él disfrutaba con esa práctica. Desde bien pequeño se chivaba a sus padres de las travesuras de sus hermanos, luego en el colegio ponía en evidencia a sus compañeros ante el profesor de turno. Y en el Ejército, ¿quién se lo iba a imaginar? resultó que se daba cancha a los chivatos, muy apreciados por la Superioridad. Además, le confería estatus de inmunidad. Ser un buen delator que hiciera llegar noticias frescas, raudas y puntuales al Mando, fue su manera de sentirse vivo, de ser alguien con poder real.           
         Ningún cadete podía dar el más mínimo paso en falso (en la Academia cualquier infracción, aún la más simple, se castigaba con privación de libertad, sin poder salir festivos y fines de semana) tanto en su presencia como en su ausencia, si llegaba la primicia a sus oídos; noticias que llegaban velozmente a conocimiento de los oficiales, traduciéndose inmediatamente en arresto para el infeliz acusado por el dedo acusador de Ulla. Se hizo temido y odioso entre sus compañeros. Nadie le hablaba, nadie se sentaba a su lado, ni participaba con él en las actividades académicas. Pero todo aquello no le importaba porque disfrutaba de la protección del Mando. En cierta ocasión, sus cinco compañeros de camareta −entre los que se encontraba Santalices−, aprovecharon aquel fin de semana para darle un escarmiento. Cuando los demás salieron aquella tarde al pueblo, los cinco permanecieron en la Academia y arrojaron la taquilla del chivato desde la ventana del segundo piso hasta el patio de armas. Les costó lo suyo desaparecer del lugar para trasladarse corriendo hasta el gimnasio sito en el edificio colindante, siendo imposible probar su autoría; no obstante, todos en la Academia sabían que se trataba de ellos. Los Jefes, a pesar de no poder demostrarlo −en la milicia hay que probar la inocencia−, los arrestaron con un mes sin salidas porque algo así no podía quedar impune en un lugar de tanto prestigio.
         Y es que no existía bien más preciado en un internado que el escaso tiempo libre para salir a pasear por Aranjuez, o los fines de semana a casa. Si el arresto era merecido porque te pillaban, el castigo se aceptaba, pero si procedía del chivato, viéndote recluido en las paredes del cuartel cual preso, se hacía difícil no tomarle manía.
         Cuando acabaron la formación académica, Santalices y los demás sospechaban que Ulla utilizaría su habilidad especial para ganar favores. No se equivocaron: el teniente Ulla, hombre que abominaba la acción y detestaba estar al frente de una Unidad, se las apañó para colocarse en su ubicación natural: Asuntos Internos. Como pez en el agua, investigar la vida privada de los guardias civiles, escudriñando hasta el más mínimo indicio de irregularidad, le provocaba esa íntima satisfacción de poder y placer, recordándole sus días académicos como chivato oficial. Entraba casi en trance cuando descubría cualquier infracción al Régimen Disciplinario en alguna de sus “víctimas”. Como, por ejemplo, aquel guardia que descubrió cobrando recibos de una aseguradora para complementar su escaso sueldo; o aquel sargento casado sorprendido con una prostituta en un club de alterne, o aquel teniente jefe de línea que se ausentó de su lugar de destino para ver a su novia y tuvo un accidente de tráfico fuera de su demarcación… Nimiedades que en la vida civil no implicaban consecuencia alguna al común de los mortales, pero que en un Cuerpo de carácter militar eran castigadas con penas incluso de privación de libertad. Las infracciones realmente graves, como la implicación de agentes en redes de droga o ilícitos penales no le producían satisfacción, aunque conllevaran aparejada la expulsión del Cuerpo. Disfrutaba con ese catálogo de transgresiones “leves” o “menos graves”, porque le recordaban los arrestos cuarteleros que amargaban la vida de sus compañeros.
         Cuando ascendió a comandante y se hizo amigo de Algaba, supo que llegaría alto. Gracias a su amistad con el socialista, se aseguró plaza en Asuntos Internos al ascender a teniente coronel, y posteriormente, momentos antes de gobernar el PP, su ascenso a Coronel como jefe de la Unidad. Lugar donde permanecería hasta que Algaba lo llamó de nuevo. Como todo hacía suponer, no hubo más que esperar a que gobernasen de nuevo estos últimos para que su amigo lo impulsara al generalato, y colocarlo en la Jefatura de Información.


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