miércoles, 3 de junio de 2015

LA PROMOCIÓN DE TENIENTES DE LA GUARDIA CIVIL DEL “TRES Y MEDIO”


         Hay que ver cómo han cambiado los tiempos. Ahora, cualquier aspirante que intente el ingreso como guardia civil tiene, como poco, formación de bachiller superior. Lo más normal es que casi todos los jóvenes que lo intenten posean estudios universitarios en sus curriculums.
         Qué recuerdos nos traen a todos el paso por las Academias. Mi promoción fue inusual. Echo la vista atrás un poco antes de abordar el contenido que da pie al título.
         Con rostro de corderos degollados −y dejando al margen los más sensatos que, nada más ver el patio de armas, dieron media vuelta y se marcharon al ver tan lamentable espectáculo­−, alrededor de ochocientos guardias-alumnos ingresamos en septiembre de 1981 (Promoción 81).

         Un dato curioso: permanecimos más de dos semanas sin hacer nada, paseando por la Academia, sesteando en las camaretas, visitando el bar. No nos proporcionaban uniforme, no nos informaban de nada, no existían horarios. Eso sí, encerrados en el cuartel. Esperábamos no sabíamos bien qué. Nadie daba ninguna explicación a tan singular modo de existencia en una Academia de la Guardia Civil. ¡Menudo chollo! −decían algunos−, si vivimos como reyes, sin dar palo al agua.
         Pero los comentarios de un sargento aquí, un teniente allá y otro capitán acullá, nos hacía sospechar a algunos que aquello no era normal: “Si pensáis que esto es la vida académica, estáis muy equivocados”. Efectivamente, una vez solucionado el asunto político al que me referiré a continuación, nos dimos cuenta realmente dónde nos habíamos metido.
         ¿Qué ocurrió? Pues los que, al cabo de los años, indagamos sobre el particular con curiosidad, nos enteramos de lo sucedido: estaba muy reciente el golpe de estado del teniente coronel Tejero –febrero de 1981−, y el presidente del gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo, quería suprimir la Guardia Civil. Así, sin más. Dar carpetazo a la Institución creada en 1844. Así que todo lo relacionado con el Cuerpo estaba en un impás de incertidumbre, y respecto a la Academia de Guardias, pues no sabían qué hacer con nosotros.
         Lo que voy a contar pocos lo saben. Mira por dónde el que “salvó a la Guardia Civil” de no ser, desde entonces, un cuerpo civil, unificado con la Policía Nacional, fueron “!los catalanes!”. Mentira, diréis algunos. Pero si no pueden ni ver a la Guardia Civil, y además son separatistas. Pues no, ésa fue la cruda realidad. Los catalanes del grupo Convergencia i Unió, y más concretamente el diputado Miquel Roca, convenció finalmente al Presidente del Gobierno de España que la Guardia Civil debía permanecer como estaba. Por aquel entonces, parece ser que los catalanes aún tenían en estima al Cuerpo. Yo creo que más bien sabían, como excelentes peseteros, que la Guardia Civil era un cuerpo barato y eficiente a pesar de todo.
         Acto seguido, la Academia se puso en marcha. No es mi propósito contar batallitas de abuelote cincuentón. Lo que acontecía en el quehacer diario de un guardia-alumno, bien lo saben todos los que hemos formado parte del Cuerpo. Mientras el comandante arengaba a diario para que compráramos su libro (“Diario de un Guardia-Alumno”), particularmente, desde la perspectiva del tiempo, no puedo más que lamentar las deplorables y miserables condiciones humanas a la que nos sometían. Las humillaciones, las vejaciones y las degradaciones eran constantes. Lamento de los que no piensen como yo, aunque lo respeto. Que conste que siento un respeto inmenso por el Cuerpo, más concretamente, por las “personas” que han pertenecido al mismo. El entrecomillado es para distinguirlo de ciertos “Mandos” o superiores jerárquicos, como se prefiera, que no llegaron nunca a ser personas.

         Vaya tiempos los de la Academia, ¿eh? Lo de menos era aprender algo o formarse como agente del orden, pero ¡ay del que no supiera formar, saludar correctamente o hacer bien la instrucción militar! Todo bastante alejado de conceptos como el honor, la disciplina, el amor al servicio y a España, etc., en mi opinión puestos a la altura del betún por quienes ostentaban la jerarquía de unos galones o estrellas que, −imagino que debían pensar, se los habían colocado por designio divino−.
         En fin, yo quería contar la historia de alguien, de una de esas “personas”, que también tenía la cualidad de “Mando”.
         Jamás olvidaré aquél brigada de Úbeda. Qué buena persona era, y por eso recuerdo su historia con simpatía y cariño. El suboficial, del cual no recuerdo su nombre (miento), era uno de los pocos que no acostumbraba a hacer nuestra existencia miserable, ya que no arrestaba por sistema a los que andábamos corriendo por aquellos patios de cemento, escondiéndonos de ellos (esos Mandos) asustados como conejos a todas horas, intentando no ser cazado ni arrestado por cualquier parida. No sé si alguno de la promoción  recuerda el nombre de aquel cabo que nos tocó padecer (también miento, porque lo sé). Acostumbraba a decir: “!Ven chico, dame tu número, que te voy ahorrar mil pesetas!”.
         El brigada, que se defendía mal con la palabra −y aún peor con la escritura−, no sabían bien dónde destinarlo los Jefes en la Academia, y no vieron mejor salida que ponerlo al frente de aquellas clases donde, en un circuito de arena polvoriento acorde a las instalaciones degradantes donde tuvimos que permanecer seis meses, se daba vueltas con bicicletas y motocicletas, todas cascadas y hechas ruinas. Sí, aún en 1981 había caballos y bicicletas. Los caballos no estaban en mejor estado que las bicicletas y motos a las que me refiero. Me dio cierta pena saber que, a los pocos años, los sacrificaron. Creo que algunos de aquellos caballos estaban a más nivel que algunos “Mandos”.
         En fin, a propósito de la excelente preparación cultural a la que acuden hoy día los aspirantes a cualquier Academia de la Guardia Civil, me vino a la mente escribir sobre la que llamaré la historia del oficial “Fulanito” de la promoción del “tres y medio”.
         La pregunta es obvia: si apenas sabía leer ni escribir, ¿cómo era posible que hubiese llegado tan siquiera a suboficial?
         El brigada “Fulanito” acudía casi a diario a mi clase, al objeto de entrevistarse con uno de nuestros compañeros, a la sazón, nombrado jefe de la clase. Resultaba que el compañero, hijo de un general destinado en la Dirección, era arquitecto. Increíble, pero cierto en aquellos tiempos. Supongo que para la familia del compañero no era plato de buen gusto. El pobre, por cierto, también buena persona donde las haya, con su marchamo de licenciado universitario se había propuesto sacar el número uno de la promoción para ganarse su plaza en Madrid. Un inciso: sólo el número uno de la promoción podía pedir el destino que quisiera (al final, lo consiguió con todo merecimiento, dicho sea de paso).
         Cuando le preguntamos por tan asidua visita del brigada a entrevistarse con él, nos enteramos de que el suboficial estaba pendiente de su ascenso a teniente. ¿Su ascenso? –Preguntamos con sorpresa, pues a nadie escapaba la escasa preparación del hombre-. Sí, respondió el arquitecto-guardia. “Su ascenso a teniente, porque aprobó en una promoción en la que no había suboficiales suficientes para cubrir las plazas por antigüedad, así que tuvieron que rebajar la nota de ingreso, hasta los que sacaron 3 y medio”. Uno de ellos era nuestro brigada motorizado. “No hace más que decirme que le diga a mi padre cuándo va a salir publicado su ascenso en el Boletín Oficial del Cuerpo” –apuntó el arquitecto.

         ¿Y cómo demonios habrá podido llegar ese hombre a retirarse de capitán? –otro inciso, en la época raro es el llegaba a teniente y no ascendía a capitán, pues era ascenso automático por antigüedad-.
         Como seis meses de Academia dan para mucho, al final acabé enterándome de su historia. Esas cosas por las que uno siente curiosidad.
         Hijo y nieto de campesinos, Fulanito a duras penas había logrado ingresar en la Guardia Civil a mediados de los sesenta, porque le costaba horrores aprenderse las cuatro reglas, y sobre todo su particular calvario era la redacción, o sea el dictado. Le tenía verdadero pánico. Cierto día se le escapó que todavía le costaba trabajo escribir la celebérrima frase: “Ahí, hay un hombre que dice ¡ay!”.
         El padre de Fulanito, que no tuvo dinero para darle escuela, fue feliz cuando su hijo ingresó en la Guardia Civil. No paraba de insistirle: “En el campo, el jornal es de una peseta diaria, y en la Guardia Civil, te dan un duro al día”. Su hijo, el del medio de ocho, había triunfado.
         Fulanito, hombre afable, gustaba de conversar incluso con los alumnos. Se quejaba últimamente que los otros suboficiales no le daban apenas conversación –todos sabíamos que porque dentro de poco se convertiría en oficial y había que ir guardando las distancias, pues cuando se asciende, no se sabe bien por qué, la mayoría se transforma en seres superiores: los “Mandos”−. Con toda sinceridad, esos casos habría que ser estudiados con profundidad en Psicología.
         Siete de la tarde, mediados de noviembre de 1972. “¡Me cago en la madre que parió al cabo!”. El guardia segundo “Fulanito”, de treinta y pocos años, estaba destinado en un puesto perdido de la geografía extremeña. Ese día estaba muy cabreado con su cabo comandante de puesto, quien tras un servicio ininterrumpido de veinticuatro horas de “puertas”, no le dio permiso para llevar aquella tarde a su mujer embarazada al médico, y eso que ya hacía una semana que había salido de cuentas.
         El niño estaba a punto de nacer y otra vez le iba a tocar a la pobre parir en la casa-cuartel, −sin agua corriente y un water comunitario para los guardias y sus familias, a excepción del comandante de puesto− como su primer hijo, que ya había cumplido cuatro años. Las demás mujeres de guardias harían de nuevo de comadronas, como venía siendo habitual. Eso sí, siempre y cuando la mujer del cabo diese su consentimiento, que para eso mandaba también.
         Cada vez que el cabo nombraba el servicio para el día siguiente, sobre las ocho de la tarde, siempre bajaba a la oficina “la caba” –que eran como la llamaban- para supervisar en persona el cuadrante, ya que ella debía dar su visto bueno, no sea que tuviera que ir a la compra con determinada “compañera” con la que hacía buenas migas, y comprobar que al esposo de esa última había que dejarle libre, o bien había que escarmentar a algún guardia cuyo hijo se había peleado con el suyo, por lo que habría que nombrarle otro servicio de noche, “para que se fastidie, y sepa que a mi hijo no le pone la manos encima el suyo”. La disciplina hay muchas formas de ejercerla. La mejor, con el cuadrante de servicio. Porque quien mandaba realmente en el Puesto, era la caba, y ¡ay del guardia o alguna de sus mujeres que le llevase la contraria o le cayese mal!, pues hasta que el cabo no corregía al marido, no paraba de insistir.
         Desde los cinco meses del embarazo, Fulanito y su esposa no habían vuelto a visitar al médico. Ya había anochecido y Fulanito estaba temblando, más por el frío que por el insistente pensamiento del inminente nacimiento de su hijo. Y es que había que ver el frío que hacía en aquel maldito monte que le habían asignado de apostadero fijo, del cual “no podía moverse sin excusa ni pretexto”,  pues eso lo decía bien claro la papeleta de servicio. No había siquiera un montículo donde guarecerse del viento gélido que le azotaba el rostro y el cuerpo entero. Y la capa, aunque acogedora, no podía con todo ese frío y viento.
         “El hijo de puta de Benítez me tiene manía” −pensaba una y otra vez Fulanito−. Aburrido, no hacía más que pensar en su mujer y en el futuro de su familia. “En cuanto pueda, pido traslado al puesto de Herrera, que tiene colegio para los críos. Y de ahí no me muevo hasta la jubilación. Además, así no le veré más la cara a ese mamarracho y su mujer”.

         Durante la época eran frecuentes las cacerías de Franco, con su séquito de hombres poderosos del Régimen, alrededor de la afición del Jefe de Estado. Cada vez que se producía una montería/cacería, los guardias de los puestos limítrofes quedaban movilizados y diseminados por los montes, desde veinticuatro horas antes del evento, sin más equipamiento que sus capas, pistola, mosquetón y la comida y agua que pudieran acarrear en las fiambreras (por aquel entonces, no existían radioteléfonos).
         No quiero ni imaginarme el frío y el hambre que debían padecer durante aquellos eventos cinegéticos, y la cantidad de veces que se acordarían de la familia de Franco y sus amigos. Ese día, sin embargo, Fulanito se acordaba más de la familia de su cabo.

         El gobernador civil de cierta capital de provincia alejada del centro, quería ascender en el escalafón particular de los “gobernadores”. No tenía demasiada pasión por la caza, pero se apuntó a todas las que pudo desde que supo que Franco admiraba a quienes abatían buenas piezas, sobre todo algún jabalí o corzo de gran tamaño, y que esa circunstancia era incluso recompensada por el dictador con mejores puestos. Y él era aún muy joven, con un gran porvenir por delante.
         Gobernador civil prometedor se había casado con una joven de buena familia, hija de determinado embajador influyente. Su padre se retiró de coronel, y tanto este último como su suegro tenían depositadas grandes esperanzas en él. Aunque lo habían eximido del servicio militar para no entorpecer su carrera, gobernador demostraría sus cualidades como hombre, pues gracias a su padre sabía de sobras cuán apreciados eran el valor y la osadía por los jefes militares, y sobre todo por el caudillo.
         Llevaba cinco años en su actual destino, pero quería ir cerca de la zona de influencia del poder, es decir, Madrid. “Si pudiera ir a Segovia o Toledo”. Ambicioso, quería a toda costa regalarle a Franco una gran cabeza de corzo o jabalí que adornara alguna de las salas de El Pardo.

         La cacería había comenzado e las cinco de la mañana. Un día excelente para la caza, según los expertos. Aunque los ojeadores habían advertido a los cazadores que no debían alejarse de determinados lugares, y mucho menos separarse del grupo asignado, mucho menos ir solos, el gobernador hizo caso omiso. “Seguro que si me alejo un poco podré conseguir una buena captura”. Sin que nadie sospechara, se apartó discretamente de la compañía de los demás.
         Bien arropado con sus botas de cuero y abrigo largo de piel, divisó un buen sitio, donde confluían determinados caminos por los que, pensó, acudiría pronto una buena pieza. Se apostó, miró un momento el cielo limpio de nubes, y soñó con su inminente ascenso. Las siete y media de la mañana. Un trago de coñac para combatir el frío.
         La suerte del principiante. Al cabo de unos pocos minutos, apareció un corzo, altivo con su cornamenta, un macho magnífico, de casi treinta kilos. “Excelente; aquí tengo mi ansiado ascenso”. Pero la mala suerte del inexperto cazador le jugó una mala pasada. Al proceder a acomodarse la escopeta, olvidó que no había accionado el seguro. Acabó pegándose un tiro en un pie. Y estaba solo. No había nadie alrededor para auxiliarlo.
         La herida no era mortal de por sí, pero impeditiva, puesto que se había amputado varios dedos. Tras aullar de dolor y colocarse como pudo un torniquete a la altura del tobillo, intentó ponerse en pie, ayudándose como muleta con su propia escopeta. Pero el dolor era insoportable, y acabó perdiendo el equilibrio, cayendo de nuevo. Si no recibía auxilio, podía morir desangrado. Su único consuelo era la botellita de coñac, que pronto la acabó para mitigar el suplicio de aquellos punzamientos que, como puñales, recorrían su sistema nervioso.
         Las horas transcurrían sin cesar y por allí no pasaba nadie, ni un alma, ni siquiera animal. No sabe cuántas veces gritó pidiendo auxilio. Durante horas que se le hicieron interminables no cejó de vociferar demandando ayuda. Pero estaba demasiado alejado del resto; además, el fuerte viento hacía difícil que sus voces llegaran audibles a cierta distancia. Un sudor helado empezó a recorrerle la espalda, y eso que el frío era intenso. “Maldito dolor, ¿esto es lo que sentirán los animales cuando no mueren en el acto?” –pensó por un instante.
         La herida no paraba de manar sangre. La última vez que miró el reloj eran las cuatro de la tarde. Se lamentó de su mala suerte, y aunque el riesgo de morir era evidente, lo que se le vino a la mente fue la vergüenza que pasaría la familia por su torpeza. Se acordó de su joven esposa, con la que apenas llevaba casado seis meses. Ella también se avergonzaría de él, y cuántas veces se lo espetó: “Si ni siquiera has ido a la mili, ni te gusta la caza”. Llevaba razón.
         Ensimismado en sus pensamientos, un agudo dolor le recorrió la espina dorsal, y esta vez perdió el conocimiento.
         A las ocho menos cuarto, cuando más apretaba el frío, a Fulanito le entró retortijones de barriga. “Me cago en todo; y no hay ni un puto arbusto donde esconderme”.
         Se acordó de la última vez que dijo que iba a hacer de vientre estando de servicio. Estaba de correrías, como auxiliar de pareja con el guardia Sánchez, ya que este último era más antiguo, de una promoción anterior. Desde aquél día no se dirigían la palabra, porque Sánchez había dado parte de él cuando tardó más de cinco minutos en salir del bar de comer el bocadillo. Tenían diez minutos para almorzar, según la papeleta, y ese día Fulanito tardó cinco minutos más porque le dijo al jefe de pareja que tuvo que entrar al servicio.
         Pero la verdad fue que esos cinco minutos de tardanza los utilizó conversando con Julia, la camarera, que estaba de muy buen ver. A pesar de estar casado, a Fulanito le gustaban las mujeres, y esa chica tenía un trasero y unas tetas de infarto.
         Sánchez no le dijo nada al principio, pero al llegar al cuartel dio parte de Fulanito, que no acababa de creérselo, y fue arrestado con un mes por el cabo. Cuando le preguntó a Sánchez por qué había dado parte, le respondió que “las ordenanzas son las ordenanzas”.
         Mentira, los dos sabían que esa chica detestaba a Sánchez, un solterón gordo y feo, y porque no hacía más que insinuarse a Julia, quien no le hacía ni caso. Sánchez no soportaba que sus compañeros la miraran y tontearan con ella. Eso fue todo.

         Fulanito tuvo que ausentarse del apostadero para ir a hacer sus necesidades. “Anda, que si viene ahora el teniente a vigilar y no me ve. Otro arresto al canto”. Era de noche casi cerrada, y los montes de al lado estaban lejos. “Me importa un rábano si me corrigen, pero no voy a cagar en medio de la explanada”. Así que se alejó de su lugar de servicio unos cientos de metros. Antes de quitarse el uniforme y agacharse, comprobó que había un bulto, parecía a cierta distancia un jabalí. Asustado, apuntó con el mosquetón. Pero el bulto no se movía. Se fue acercando poco a poco, hasta que vio que se trataba de una persona desmayada. Un gran charco de sangre aparecía junto a un pie. Le tocó y aún estaba caliente. Podía seguir vivo. Aún así, como sus ganas de cargar no había desaparecido, no tuvo más remedio que hacerlo antes de prestar ayuda a aquel individuo. Eso sí, se separó cuanto pudo del lugar.        
        
         Apareció un ángel salvador para el gobernador. “Fulanito” no era demasiado listo, pero sí fuerte como un toro. Cargó a lomos con el herido. El gobernador estaba adormilado, y no fue consciente durante el trayecto que estaba siendo acarreado a lomos de un guardia hasta que se lo contaron, cuando despertó semi-inconsciente en la cama de una casa de campo.
         Fulanito logró transportarlo hasta una casa de labriegos, donde el patrón cogió un caballo y fue en busca del médico más próximo. Fulanito estaba exhausto. Feliz de haber hecho todo lo posible por ayudar a aquel hombre. Sabía que sería alguien importante, y por consiguiente, el servicio le reportaría algo positivo, pero en lo que pensaba más era en si su hijo habría nacido mientras tanto.
         Gracias a Fulanito, el gobernador salvó la vida. Cuando el guardia llegó al cuartel, a las cinco de la mañana del día siguiente, el segundo hijo de Fulanito, otro varón, había nacido sano y salvo, gracias también a la ayuda de las “comadronas”.
         Consecuencias para el gobernador: olvidarse de ascensos durante unos pocos años. Al cabo de seis meses, cuando se restableció, escribió una carta de agradecimiento al Director General de la Guardia Civil. No lo hizo al guardia, no sea que pensaran que se rebajaba dándole las gracias a tan poca cosa.
         Fue el propio caudillo quien ordenó, además por escrito, al general de la zona de la Guardia Civil que al guardia lo ascendieran inmediatamente y lo condecoraran. Consecuencias para Fulanito: condecoraciones, y ascensos por Real Decreto al empleo de cabo y, al cabo de otros tres años, también a sargento.
         Jamás olvidó Fulanito la cara de envidia de su cabo, de “la caba” –que tampoco tragaba a su mujer- y del guardia Sánchez cuando llegaron las órdenes desde Madrid. A Fulanito le había sonreído el destino en forma de gobernador, cazador inexperto.

         Cuando ascendió a Cabo le ofrecieron el destino que quisiera, pidiendo plaza en la comandancia de Badajoz, para así estar en la capital, donde no tuviera problema ni con el colegio de sus hijos, ni con las letrinas comunes de su antigua casa-cuartel. Ahora su pabellón era individual, con acceso a luz, agua corriente y saneamiento. Además, los correctivos desaparecieron de su hoja de servicios y pasó a estar bien visto desde entonces por los Jefes.
         Con el tiempo, intentó el ascenso a oficial, pero no había manera de aprobar. Pero, mira por dónde, en el último intento que le quedaba, apareció la promoción del “tres y medio”. Cosas de la vida. Máxima pensión de Clases Pasivas y retiro de capitán.
         No sé qué habrá sido de aquel buen hombre. Fulanito no tenía estudios, pero demostró ser una buena persona, y un buen “Mando”. No sé tampoco siquiera si llegara a leer estas páginas, pero donde quiera que esté, le deseo lo mejor. Y es que, las buenas personas dejan siempre buenos recuerdos donde quieran que hayan estado.
         La diferencia estriba en tantos cabos, suboficiales, oficiales y jefes que veían –y ven- a los de abajo como simples “piezas de caza”. A esos “mandos”, que se cuiden que no les pase como al gobernador civil, inexperto cazador.
         Labor encomiable la de la AUGC.
         Un saludo a todos y ¡viva la Guardia Civil!
        


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