sábado, 9 de mayo de 2015

CAÍDOS EN EL OLVIDO: EL SÍNDROME DEL NORTE ¿Y DEL SUFRIMIENTO DE LAS ESPOSAS, MADRES, HERMANAS...? TAMBIÉN SE HAN OLVIDADO.


Muchos compañeros han sido destinados al País Vasco y Navarra durante los denominados "años de plomo"; demasiados pagaron con sus vidas por el simple hecho de vestir un uniforme y ganarse el sustento de su familia. Ése fue el crimen: ganarse la vida. Como un obrero más, como cualquier funcionario, como cualquier padre de familia...
Eso no impidió que la organización terrorista ETA los considerase "fuerzas de ocupación" traídas desde España para someter a Euskalherria. 
Muchos de aquellos guardias civiles, policías y militares que lograron salvar sus vidas, padecieron lo que los psicólogos y psiquiatras denominaron "síndrome del Norte". No voy a detenerme a explicar técnicamente lo que significa. Nosotros lo sabemos, los políticos de entonces lo ignoraron, y los políticos y la sociedad de hoy, simplemente lo olvidan. Jamás llegarán a imaginarse el sufrimiento que padecimos aquellos que estuvimos allí. Una deuda que toda España tiene contraída con nosotros.

¿Y las esposas, madres, hermanas, etc., de esos compañeros? ¿Acaso no sufrieron tanto o más que sus esposos y compañeros? Pensando constantemente si el día que salían de la puerta de su casa, quizás fuera la última vez que lo verían con vida. Tampoco nadie se acuerda de ellas.

Algunos pasajes de mi novela hacen hincapié en esos aspectos. Como no puede ser de otra manera, vaya mi cariño a esos compañeros y sus mujeres.

(...)
Ninguno imaginaba lo mal que lo iban a pasar, de los difíciles momentos que les deparaba el futuro. En el impreso de solicitud, pidió destino a las Comisarías de Vitoria, como primera opción, como segunda Bilbao, tercera Navarra y, finalmente, Guipuzcoa. De este modo, en mayo de 1986, José Miguel fue destinado a la Comisaría de Bilbao, junto a otro compañero de Mataró, Luis Maestre, originario de Cádiz, soltero, cuyos objetivos eran similares, es decir, regresar a su tierra con algo de dinero ahorrado y casarse. José Miguel y Luis contactaron con otros compañeros allí destinados para gestionar lo relativo a la vivienda. Vivirían tres en un piso compartido. Haría vida de solteros hasta que le llegara la hora de partir cada uno donde deseaba.
         Cuando Joaquín, Edelmiro y Paco supieron la noticia de su traslado “a Madrid”, les embargó una profunda tristeza. Se percataron que echarían de menos a su colega “el poli” −como ellos le llamaban−. Cuando José Miguel les comunicó la noticia con el rostro abatido, transmitiendo sus ojos amargura y tristeza, sin exteriorizar la más mínima alegría, sus amigos comprendieron que no contaba la verdad. A José Miguel no le resultaba fácil mentir; es más, se le notaba a leguas y por eso era tan mal jugador de cartas. Cuando hablaba de sus compañeros destinados en el Norte, expresión de su rostro era la misma. Le desearon suerte, haciéndole prometer que llamara por teléfono con regularidad. Joaquín, el más sensible de los tres, no pudo contener la emoción de la despedida. Los presagios quedaron corroborados tras la primera llamada al mes de su partida.  
         −¡Joaquín, Edelmiro! ¡Es José Miguel! Venid, que quiere hablar con vosotros –gritó Paco con entusiasmo.
         −¿Qué tal va la cosa, gandul? –le dijo a Joaquín, sin duda con quien más sintonizaba− Tengo que decirte una cosa y es que… al final… bueno… el caso es que estoy en Bilbao. No quise deciros nada el día que me despedí porque no quería hacerla más triste. Pero no hagáis caso de lo que sale en televisión, aquí se está bien… Además, al cabo del año ya podré irme a mi tierra…
         −¡Cuídate, chaval! –dijo Joaquín− Sólo te digo que cuando algún hijo de puta vaya a por ti, le das tú primero. De la cárcel se sale, del cementerio no.
         Tras aquella llamada, sus amigos quedaron profundamente entristecidos con lo que el destino deparó a ese hombre. Desde el día que partió los telediarios se veían con más interés. Una inquietud sacudía sus semblantes cuando escuchaban alguna noticia relacionada con el País Vasco. ¿Quién se lo iba a decir? Con anterioridad, a las noticias de ese tipo apenas le prestaban atención. Se llegó a un punto en que en el país se convivía cotidianamente con la muerte de policías, guardias civiles, militares, civiles e incluso niños, llegándose al punto de no darles importancia. Los más radicales, incluso llegaban a justificarlos: “¡Les pagan para eso! ¡Si no quieren que les maten, que no vayan para allá!”


         La existencia de cualquier policía –o guardia civil o militar− destinado en Bilbao, San Sebastián, Vitoria o Navarra era durísima psicológicamente: siempre armados aunque no estuviera prestando servicio, mirando constantemente los bajos de los vehículos, no dirigiéndose nunca al domicilio recorriendo el mismo itinerario, no comer en el mismo establecimiento más de dos veces seguidas, no identificarse en sus relaciones privadas, no entablar amistades con simpatizantes del nacionalismo, vigilar sus espaldas continuamente…
         José Miguel se apenaba de aquella triste existencia. A veces se le escapaba en voz baja el mismo comentario: “¿cómo podemos vivir así?”. Siempre con el alma en vilo, sintiéndose como presas de caza prestas a ser abatidas en cualquier momento, a traición y por la espalda sin posibilidad de defenderse. Es curioso que ese modo de matar, disparando un tiro en la nuca, se llamara “lucha armada”, y que los ejecutores se autodenominaran “gudaris o soldados”. Vaya forma de insultar a los militares.
         A escasos tres meses en su nuevo destino, dos policías fueron asesinados cuando prestaban servicio en un establecimiento móvil del DNI. Durante las honras fúnebres no soportaba el cinismo y la hipocresía de los políticos. Daban el pésame a las viudas, pedían comprensión, para finalizar haciendo referencia con desfachatez “al conflicto vasco”. Ahora bien, a ellos nadie los mataba, unos porque son nacionalistas, o sea, “de casa”, y los otros porque estaban bien escoltados y sus coches blindados a prueba de balas. Los que caían abatidos eran los mismos de siempre.
         Los féretros se sacaban por la puerta de atrás en ese lúgubre panorama de la Euskadi de la época. José Miguel se sorprendió que no solo no disponían de vehículos blindados, es que ni tan siquiera disponían de chalecos antibalas. Entre la población, la situación era incluso peor que entre los catalanes -recordó aquellos jóvenes independentistas que le pintaron la puerta de casa-, porque no cansaban de pregonar que el País Vasco y Navarra eran territorios ocupados por España y Francia, y que ellos eran fuerzas opresoras de ocupación. ETA los consideraba a ellos objetivos prioritarios; la publicidad nacionalista los dibujaba como auténticas bestias sin escrúpulos que torturaban en comisarías y cuarteles que incluso asesinaban; y lo peor de todo: esa propaganda calaba con éxito. No podía haber imaginado un panorama tan desalentador. Muchos de sus compañeros comentaban que tenían la impresión de “sentirse como en un frente de guerra”, pero, curiosamente, no sabían dónde acechaba el enemigo. No existían trincheras, ni uniformes enemigos; éstos podían aparecer por cualquier parte, en cualquier momento, de día o de noche.
         Existía una Constitución, unos derechos y libertades para todos, pero policías, guardias y militares adolecían de las más básicas: derecho a la vida, libertad de circular libremente, libertad de expresión y de pensamiento. José Miguel se preguntaba cómo en un país occidental la propia ciudadanía llegaba a contemplar el asesinato de personas como algo loable y positivo o, al menos, comprensible por ideas políticas. Si supuestamente la Policía sirve a la ciudadanía, protege los derechos y libertades de todos, ¿qué sentido tiene asesinarlos?; es más, ¿quién los protegen a ellos? Todos los días igual, con los Mandos insistiendo una y otra vez en lo mismo: “Extremad la precaución y las medidas de autoprotección. Estad atentos a los itinerarios, no repitáis rutas ni a pie ni en vehículos, procurad no reuniros en lugares públicos, no hacer amistades con desconocidos, llevad siempre el armamento y una bala en la recámara”. Llamaba diariamente a su esposa, y ni por lo más mínimo se le ocurría contarle los pormenores de cómo transcurría su día a día. Bastante mal lo estaba pasando como para hacerla también a ella partícipe de sus desdichas.
         Por su lado, la vida de Noelia no era precisamente color de rosas. Habían comenzado a mover el papeleo para construir su casa; mientras tanto, vivía junto a sus hijos en casa de su madre, María, a la que tenía que cuidar debido a su enfermedad. Las palabras hacia su marido siempre las mismas, repetitivas, insistentes:
         −Dime, mi amor. ¿Cómo estás? ¿Y la comida? ¿Tienes la ropa limpia? ¡Ten cuidado, por Dios! No salgas mucho por ahí, quédate en casa…
         −No te preocupes −en el tono ella percibía inquietud−. Nadie sabe que somos policías, ni en el edificio, ni en el barrio. Tomamos muchas precauciones. Comemos en Comisaría porque allí hay comedor, donde por cierto la comida es estupenda. El tiempo pasa rápido y pronto nos veremos cuando coja permiso.
         −Sé que me estás engañando, te conozco demasiado bien… Esto se me está haciendo muy largo, mi vida. Pensé que podría llevarlo mejor −paró un momento de hablar y tapó el auricular, emocionada, y continuó−: Estoy en tensión permanente y los nervios los tengo a flor de piel.
         −Dentro de poco estaremos juntos. Repetimos turnos para reunir varios días libres. Te prometo que no me pasará nada.


         En Alba de Tormes, la vida de Noelia era un suplicio. La ayudaban sus suegros y cuñadas, pero con su madre enferma y los niños, todo se le hacía cada vez más cuesta arriba. A sobresaltos, pendiente siempre de las noticias, el insomnio persistente. Tuvo su primera crisis de ansiedad cuando se produjo el primer atentado, apenas transcurrida una semana de estar en el pueblo:

         (Voz del locutor del televisor): Un atentado terrorista con coche−bomba ha acabado con la vida de dos guardias civiles del puesto de Tolosa en Guipuzcoa.

         Notó cómo se le encogió el alma. Sus piernas comenzaron a flaquear hasta que se quedaron sin fuerzas y su mente se nubló perdiendo el sentido, cayendo desmayada al suelo y recibiendo un fuerte golpe en la cabeza. El pequeño Alejandro, de tan sólo seis años, intentó reanimarla, pero su madre no respondía. Araceli lloraba desconsoladamente y su abuela estaba en la cama. El pequeño fue a avisarla: “Abuelita, mamá se ha caído al suelo y no se levanta”. María, no podía levantarse ya de la cama: “Sal y llama a Elena –refiriéndose a la vecina de la casa de al lado−. Dile que venga rápidamente, que es una urgencia. Corre hijo, corre”.    Noelia fue atendida en el hospital y tras diversas pruebas no revistió gravedad el golpe que sufrió en la cabeza, pero lo peor fue la crisis nerviosa. No quiso que comunicaran el incidente a su marido: “Por favor, no quiero que él sepa nada de esto; os lo ruego, no digáis nada de este asunto, nada. Prometédmelo”. Esa misma noche la dieron el alta tras suministrarle una fuerte dosis de tranquilizantes. Instruyó a sus hijos para cuando hablaran por teléfono con su padre: “No decidle nada de lo de la ambulancia ni del hospital a papá, ¿vale? Si a alguno de los dos se os escapa no hay chuches ni chocolatinas”
         Las noches para Noelia no parecían tener fin, el tiempo parecía haberse paralizado y los días transcurrían lentos, eternos. 

(...)

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