domingo, 17 de mayo de 2015

ETA Y EL CLERO SEPARATISTA VASCO

El comportamiento del clero vasco, apoyando descaradamente el proceso separatista vasco, ha sido especialmente cruel con las víctimas del terrorismo.
La Iglesia, siempre fiel a sus principios de supervivencia en los lugares donde se asientan, ha hecho dejación de sus postulados de fe y paz en el País Vasco, dándose el caso de que los sacerdotes vascos han estado ayudando el proceso independentista, incluso cobijaban a los terroristas y armas en edificios religiosos. Todo ello con el silencio de la Conferencia Episcopal española y la Santa Sede. 
La crueldad llegaba al límite de no querer dar oficios religiosos a las víctimas del terrorismo, con el peregrino argumento de que también habían víctimas de ETA (los propios asesinos), equiparando a los asesinos con las víctimas. 
Jamás entenderán los familiares y las víctimas del terrorismo cómo la Iglesia ha llegado a tal grado de bajeza moral.

Una breve reseña de la novela, cuando un determinado obispo, de triste memoria, daba sus argumentos a la viuda de un policía nacional, que acababa de ser asesinado:

(...)

Isabel ingresó en el hospital presa de una crisis nerviosa. Aún mareada por los tranquilizantes, solicitó el alta porque querían estar junto a su marido. El cadáver de José Miguel fue trasladado al Instituto Anatómico Forense para efectuarle la autopsia. Posteriormente, sus restos fueron trasladados a la Subdelegación del Gobierno.
         El comisario Andrés Cid fue el primero que dio el pésame a la viuda. Ordenó que escoltaran a Isabel, su madre y los niños hasta su casa y, posteriormente, hasta la Subdelegación. Para el comisario Cid se trataba del tercer policía caído desde que lo pusieron al frente de la Comisaría de Basauri. Ningún Jefe acababa de acostumbrarse a esos momentos tan terribles. Acompañó a la viuda al tiempo que la informaba de los pormenores del protocolo oficial. Le sorprendió la entereza de Isabel, aunque había momentos en que se quedaba sin fuerzas y casi perdía el equilibrio. Dos mujeres policías les entregaron los niños a Isabel y su madre, una llevaba de las manos a Alejandro y Araceli, la otra transportaba el carrito de Lander. Ambas dieron el pésame a Isabel: “Lo siento mucho, era un compañero excelente. Lo echaremos de menos. Tienes unos hijos preciosos, debe ser fuerte y luchar por ellos” Más palabras de consuelo.
         Isabel y su madre permanecerían desde entonces junto al féretro, cubierto con la bandera nacional. Su marido tendría una digna despedida. Aguardaron que llegara la familia desde Salamanca. Las escenas de dolor, desgarradoras. Pedro, Amalia, Javier, Inmaculada y Milagros se fundían en abrazos y lágrimas con la viuda y su madre −excepto Amalia, nadie conocía a Dolores, pero la trataron como una más de la familia−. Alejandro y Araceli, permanecieron durante todo el acto cogidos de la mano. Se personaron en la Subdelegación autoridades civiles, militares y policiales, mandos y compañeros de comisaría, guardias civiles y militares, y ciudadanos anónimos, solidarios, que acompañaban en su dolor a la familia. Dándoles el pésame con similares palabras: “La acompaño en el sentimiento”, “Lo siento”, “Era un policía formidable, como pocos”.
         La familia era la estampa misma de la desolación. Parecía imposible que brotaran más lágrimas de aquellos ojos. Con aplomo aguantaban estoicamente las idas y venidas de la interminable comitiva.
         Dolores, abatida, abrazada a su hija, no le contó nada de su conversación telefónica con Mikel. Isabel también ocultó unos hechos sucedidos tras el atentado, cuando al ir a casa para cambiarse de ropa antes de trasladarse a la capilla ardiente, escuchó los mensajes recibidos en el teléfono. Un sinfín de llamadas anónimas proferían frases como: “Jódete porque tu marido era un hijo de puta”, “Txakurras fuera de Euskalherria”, “Te vamos a matar también”. En la pared del edificio, una pintada reciente decía “Devuélvenos la bala”.
         Alejandro lloró como jamás lo hizo porque los asesinos le habían arrebatado la persona que más quería en el mundo, pero mostraba, como su madrastra, una fortaleza impropia de su edad. Jamás olvidaría los rostros de quienes estrechaban su mano. Algunos lo abrazaban: “Tu padre fue un valiente, debes estar orgulloso de lo que hizo”. Habían arrancado una parte de su alma e instalado a partir de entonces un odio profundo en las entrañas de su corazón.
         El Presidente del Gobierno, el Ministro del Interior y el jefe de la oposición, mostraron su calidez y cercanía a la familia. Consolaron personalmente a cada uno de los familiares, especialmente a los niños. Un suceso que no pasó desapercibido pero que no trascendió públicamente, ocurrió cuando el lehendakari, junto una representación de partidos nacionalistas (PNV, EA, Aralar) fueron a dar el pésame a la viuda. Isabel los invitó a que se marcharan: “Por favor, no sean hipócritas; por respeto a mi marido y a la familia quiero que se vayan por donde han venido”. Habían acudido a desgana, conscientes que su proyecto político necesita el apoyo terrorista. A Isabel no la engañaban, ella había nacido allí. Por expreso deseo de Isabel tampoco se celebraría ceremonia religiosa en Bilbao. Cuando el obispo de la diócesis, José María Fetén, se puso en contacto con ella para oficiar la misa, rehusó la propuesta: “No quiero un cínico delante del cuerpo de marido”. El obispo no se amilanó, diciéndole lo que pensaba: “Hija mía, es preciso que comprendamos la situación de este pueblo; tiene una idiosincrasia y una historia muy diferentes. Todas las paces del mundo se han construido sobre muertes. Hay que tener presente que Euskalherria nunca ha sido libre y la libertad es otro derecho inalienable. Hay que disculpar algunas actitudes, al fin y al cabo la vida humana se relativiza ante conceptos más sublimes”.
“!Ustedes tienen mucha culpa de lo que ocurre en esta tierra”.− zanjó ella con lágrimas en los ojos.
         Una enorme conmoción sacudió Alba de Tormes, el pueblo natal de José Miguel, donde su familia siempre fue muy apreciada. Un entierro multitudinario. El fatídico momento de introducir el féretro en el nicho fue el peor de todos, un trago muy doloroso.
         El ayuntamiento decretó tres días de luto y el alcalde prometió que en el próximo Consejo de Gobierno presentaría una moción para dedicarle una calle a José Miguel. Tras los funerales, José Miguel pasó a formar parte de la historia, y sus parientes a engrosar otra larga lista: la de víctimas del terrorismo. La tragedia en vida de otra familia, como tantas otras. A sufrir en silencio el paso del tiempo, el peregrinaje por psicólogos y psiquiatras para intentar mitigar el dolor. Y después, aguardar que la Justicia haga la parte que le corresponde. O al menos eso se espera, porque las víctimas no pueden tomársela por su mano. Los asesinos aprietan el gatillo y otros ponen sus cuerpos mortales.

(...) 


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